lunes, 29 de diciembre de 2008

Ruido de lluvia, un poema.

La lluvia le golpeaba demasiado fuerte. Se clavaba muy dentro, le rasgaba la piel y los pulmones para abrirse paso hasta su corazón. Sus pisadas avanzaban sin control, ciegas, mientras su mirada sólo podía fijarse en el vapor de sangre que las gotas dejaban al atravesarla, tan violentas.

Huía mientras la muerte la perseguía por todos los rincones con sus alas, acosando su piel blanca, arrancándola a tiras y tiñéndola de hierro y sangre. Toda la ciudad parecía hecha de sombra, pero con un filo que le cortaba los párpados, las manos, la vida. Aquella noche la ciudad mataba sólo por ansia de muerte.

Sus pasos siguieron avanzando y resonando en la oscuridad, amortiguados por la lluvia, que no cesaba, y que le hacía el camino a cada momento más difícil. En mitad de una calle estrecha y empinada quiso volverse atrás. Cayó de rodillas al suelo, agotada. Apoyó sus manos en un charco. Y sus lágrimas no se vieron porque quedaron tapadas por la lluvia, que al entrar y al salir por su rostro la desgarraban con un dolor tan grande que hubiera deseado morir allí para siempre.

Pero continuó, se arrastró apoyándose en las fachadas de los edificios, que le manchaban con sus sombras afiladas y le arrancaban pedazos de ella, abriéndole heridas incurables y dejando tras de sí sólo lluvia ensangrentada.

Hasta que se paró, exhausta, sin sangre ya, cuando apenas le quedaban unos pasos y unos instantes de vida. Había llegado. Delante de ella, el cuerpo de un hombre, su propio cuerpo, moribundo, tirado en el suelo, atravesado por navajas que habían abierto su interior hasta dejar escapar lo más querido. Su cuerpo, empapado por la lluvia que le inundaba por dentro. Se arrastró hacia él, perdiendo con cada centímetro los últimos retazos de vida que le quedaban, intentando ignorar el dolor cruel de la lluvia matándola, llorando con lágrimas invisibles para poder llegar. Cuando lo alcanzó, se desplomó a su lado, apoyando sobre él su cara, que brillaba blanca, y su pecho, todo una mancha sanguinolenta emborronada por el agua.

Y mientras la lluvia seguía golpeando con saña su cuerpo desnudo y reluciente, pegado a la ropa empapada del hombre, alcanzó a escuchar su respiración. Débil. Agonizante. No emitía sonido, porque el sonido se había ido con ella, y la poca vida que aún tenía se estaba perdiendo a través de ella sin que pudiera hacer nada. Su último movimiento fue para girar la cabeza y ver la suya. Sus ojos estaban abiertos, mirando el vacío del cielo, y las gotas caían una tras otra sobre sus pupilas. Su boca no hablaba, y después su cuerpo ya no respiró.

Pronto no hubo ya más ruido de lluvia, ni más gotas que la atravesaran con tanto dolor. Pronto sólo quedó silencio, asesinato, alma que huye, alma que vuelve, alma que muere como debe morir.



Daniel Pérez Espinosa. (C) 2008

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