martes, 16 de junio de 2009

Tenebrae. Dioses olvidados.

Theran se arrodilló. Encima de él, la ciudad estaba silenciosa. Achen, el lugar del que hablaban las historias antiguas. La primera capital del imperio. Una ciudad abandonada hacía décadas. Ahora sólo vivían allí recuerdos y restos de sombras. Y ninguno de ellos iba a hacer un ruido que él pudiera escuchar.

El templo estaba polvoriento. Escondido tras un laberinto de catacumbas que habían impedido que nadie ni nada llegaran allí desde hacía siglos. Muchos de los recovecos de las catacumbas tenían restos de cultos cristianos. A Theran le habían parecido cultos heréticos, degeneraciones de aquél conocido como catolicismo, pero sabía que podría equivocarse. Ésa no era su religión. Era una religión que no importaba porque no existía ya. La suya sí. Y estaría más viva porque iba a ver a su diosa por fin. Esta vez sí.

Arrodillado, miró el altar. Vio cómo lo recubría una capa gruesa de lo que cualquiera hubiera dicho que era barro seco, u óxido. Se fijó en la piedra en la que estaba tallado buscando algún grabado.

-Este dios no tiene nombre ya.

Theran había hablado en una voz muy baja, con dolor. Pero el sonido resonó por las paredes y salió por las catacumbas. Le pareció que el silencio de la gruta se hacía más intenso aún. Antinaturalmente intenso. Tocó con miedo su colgante. Representaba a la diosa Niht, diosa de la noche de su antiguo pueblo germánico, el pueblo que ya no existía desde que ya no adoraba a esos dioses, y, menos aún, desde que sólo tenía como señor al dios demonio. Muchas veces pensaba si Nith seguiría existiendo, si dormiría como tantos dioses olvidados, o si se mantendría a la escucha de los pocos adoradores que seguían existiendo en el mundo. Ese mundo era ahora muy oscuro, mucho más que la noche de Niht, y más peligroso. Theran lo sabía, y por eso tenía miedo.

Pero los dedos tocaban su talismán, y su fe eliminó la duda. Se puso de pie sobre el altar, se abrió la túnica a la altura del pecho y sacó un cuchillo de acero negro. Pero, antes, escuchó de nuevo el silencio de las catacumbas. Y las pisadas que no se escuchaban en las calles por encima de él. No oyó nada. Podría haber sentido terror.

Se hizo un profundo corte en el pecho. Reprimió el dolor.

Cerró los ojos y empezó a recitar una letanía en el idioma de la antigua Germania en la que invocaba a su diosa Niht. Las sombras dejaron de ser sombras para convertirse en tinieblas. Su voz llegó a todos los rincones del pequeño templo. La intensificó y la escuchó resonar con eco en las paredes. Repitió la letanía de nuevo, y luego otra vez, y la tiniebla se hizo más densa, creciendo a su alrededor, saliendo de la herida sangrante de su pecho. Hasta que sólo hubo oscuridad, y el brillo sin luz de su sangre que caía sobre el altar.

El silencio que llenaba las catacumbas llegó hasta el templo. Arriba, en las calles, las sombras hicieron aún menos ruido. Theran se calló. El eco de su letanía aún reverberaba en las paredes. Abrió los ojos. La tiniebla era tan intensa que no veía ni sus manos. Pero no era la oscuridad de la noche que buscaba. Y tampoco había nada más. Otra vez había fracasado. Tampoco en este día vería a su diosa. Quizás su maestro tenía razón, y nunca la vería, ni él ni nadie. “Siéntela”, le decía siempre, “y olvídala”. Se dejó caer de rodillas sobre el altar, cansado. La sangre de su pecho se secaba, y la herida le ardía. Estaba furioso.

Sintió el roce de las sombras. Se giró. El silencio era tan intenso que las delataba sin que le hiciera falta invocar el poder de Niht. Ella no estaba allí, pero sí esos demonios. Siempre detrás de su alma. La tiniebla era tan densa esta vez que los demonios lo debían haber rodeado por completo. Normalmente estaría asustado y trataría de huir rezando con la mayor intensidad de la que fuera capaz. Pero esta vez quizás quería matar. O simplemente no le importaba morir.

Su voz resonó con una letanía grave y desgarradora, y un estallido de luz negra salió de su cuerpo y barrió en círculo el espacio que lo rodeaba. Era luz, más intensa que la tiniebla, pero oscura y afilada. Estalló contra las paredes del templo, y con la explosión de luz la tiniebla desapareció. Y la envoltura de las sombras. Ahora, veía cómo lo rodeaban una decena de Theran sintió el miedo atravesar su alma. Era su mirada, ya lo sabía, pero no por ello podía evitar sentirlo. Saltó desde el altar mientras gritaba el nombre de Niht. Fue consciente por un momento de que los demonios que tenía a su espalda, agitando sus garras afiladas y negras, estaban ya pegados a él y que le agarrarían en cuanto tocara el suelo. Pero aun así alzó su talismán y lo dirigió hacia las sombras frente a él que ya casi tenía encima. Su voz esta vez sonó como la voz de su diosa, resonando en todos los mundos, el terrenal, el infernal y el inframundo, y haciendo que las criaturas que tenía delante salieran disparadas con violencia hacia atrás, deshaciéndose antes de chocar contra las paredes.

Unas garras frías y ponzoñosas se clavaron entonces en su espalda, y Theran cayó de rodillas. Miró hacia atrás y las sombras volvieron a clavar sus uñas mientras sus ojos sin fondo buscaban los de Theran como si quisieran absorber su alma. Sus bocas no expresaban nada, ni odio, ni ansia, ni satisfaccion. Sólo unos colmillos sucios que se acercaban a su pecho sangrante. Las garras se clavaban en la espalda de Theran como si fueran ácido. Lo quemaban y sabía que a través de esos agujeros llegaban a tocar su alma. Le dolía como si le estuvieran arrancando la espina dorsal. Un nuevo demonio se tiró sobre él y le clavó las uñas afiladas. Otro le agarró del cuello y le empezó a estrangular, mientras Theran notaba cómo le arrancaban el alma y se la sacaban por las heridas.

Dejó de ver por un instante. Los ojos le fallaron. La cabeza se le nubló. Estaba muriendo. Tan rápido y sin haber conseguido nada. Habiendo fracasado en esa búsqueda en la que había invertido tantos años. Toda su vida. El corazón del imperio. El corazón del averno. Era el peor sitio donde buscar a su diosa, o quizás el mejor, pero sin duda el que más fácilmente podría condenarle al infierno.

Otra garra de ácido negro se le clavó hasta la médulo, y su cuerpo tembló sin que pudiera controlarlo.

Rezó a su diosa. Ofreció su vida, su fe, y la invocó a través del sentimiento que recordaba de aquélla primera vez en que su poder le tocó. La diosa Niht, diosa de la noche, olvidada y desconocida. Durmiente. O quizá muerta. Rezó con toda la fuerza que le quedaba.
El talismán vibró y resonó con los rezos de Theran, y los demonios de la sombra chillaron con una voz silenciosa, se encogieron, retrocedieron, y desaparecieron huyendo por las catacumbas, fundiéndose con las sombras, volviendo a su refugio.

Todo se detuvo y Theran quedó solo. Volvió el silencio, el silencio con ruidos producidos por el viento del exterior, por ratas de las catacumbas y animales salvajes de las ruinas de la ciudad. El silencio que no era mortal. Theran cayó al suelo, exhausto y muy malherido.

-¿Mi diosa? -preguntó con voz entrecortada por el esfuerzo.

Miró como pudo alrededor, pero el templo estaba vacío, igual de sucio y abandonado.

-No ha sido ella -dijo, sin fuerzas-. Ha sido otra vez su esencia, pero no ella.

Cerró los ojos. Quería descansar. Se preguntó si estaría realmente en algún lugar. Y si estaba destinado a encontrarla, o sólo buscaba su propia muerte. Tosió. Pero seguiría buscándola, en otros templos olvidados, incluso en el propio infierno. Tosió de nuevo. Temblaba. En ese infierno al que los demonios se estaban llevando su alma.


(C) 2009. Daniel Pérez Espinosa

martes, 9 de junio de 2009

Dormir. Un poema.

Dormir es renunciar,
refugiarme en el olvido.

Si pudiera olvidar para siempre,
dormiría agarrado a mí mismo
hasta que no quedara nada
de todo ese yo
que me está matando cada día.

Pero como no puede ser,
dormiré igualmente
para olvidarme de mí mientras pueda.

Después, ya veré.

Eso sí,
será otro día menos de mí,
otro que habré perdido.