sábado, 25 de julio de 2009

Tan fácil como soñar morir. (relato)

-Ayer soñé que me moría -le dijo.

Pero no se atrevió a decirle que ella también estaba en el sueño. Muy cerca. La miró a los ojos. No sabía siquiera si lo estaba escuchando. Sus ojos lo miraban sin verlo. Pensó que antes siempre eran alegres.

-Soñé que ya no me quedaba tiempo -continuó.

Tiempo para decir lo que hubiera debido, pensó. Pero sentía que hablaba a la nada. La miró y miró alrededor y de nuevo le pareció que no quedaba tiempo. Ella no respondía. No escuchaba. No miraba. Sólo estaba. Todo a su alrededor era muy extraño. Todo iba muy despacio, como si flotara.

-¿Sabías…? -siguió, aunque no le escuchara. Pero dudó. No le salían las palabras- Tú estabas en mi sueño.

Ella tampoco contestó, y él no se atrevió a continuar. Pensó en sus palabras en el sueño, en su despedida. Se fijó en su pelo. En su rostro. No dijo nada más. Notó el peso del silencio absoluto que había a su alrededor.

Entonces ella se marchó, de repente, sin despedirse. Simplemente como si tuviera que irse ya. Caminaba como una autómata. Él la observó y no tuvo fuerzas para decir nada. Se apoyó en la pared. Su color era difuso. No recordaba si era azul o violeta, o quizás gris. Volvió la cabeza hacia la ventana. El exterior estaba borroso. Tocó el cristal. Pensó que no parecía traslúcido. Tampoco sucio.

Suspiró, entristecido, mientras miraba por dónde se había ido ella. Percibía todavía la sensación del sueño. Notaba su abrazo, y el dolor de saber que iba a morir tan pronto, sin haberse atrevido a nada. Todo era tiempo que había perdido, pensó. Caminó hacia el pasillo, mirando en torno suyo, despacio, con resignación. Se cruzaron con él varias personas. Una secretaria pasó borrosa a su lado. No se distinguía su cara, pero sabía que la conocía. Otro chocó con él. Era un tipo con traje, muy estirado, que parecía querer mirar detrás de él como si fuera un obstáculo inesperado y que no identificaba. Su cara estaba borrosa, pero también todo su cuerpo. Ni siquiera habría sabido decir si era realmente un traje lo que llevaba, a pesar de que así lo había asumido. Pero no sabía quién era. Seguramente nadie, pensó.

Se sentó en una mesa con un ordenador. Sabía que era su mesa de trabajo, pero le entró la duda de si realmente él trabajaba allí. Sabía que aquél era su sitio, su ordenador, su silla. Pero sospechaba que quizás nunca hubiera tenido algo así. Quizás nunca hubiera trabajado en una oficina. Sin embargo, no era capaz de pensar claramente ni de recordar. Vagamente se dio cuenta de que su mente también estaba borrosa, y que no le extrañaría que ésos fueran sus últimos pensamientos coherentes.

Delante de la pantalla, escribió algo que teóricamente era un informe, pero que en realidad eran frases desoladas de amor perdido por ella. No era capaz de leerlas, estaban desdibujadas, pero sabía que eran hermosas y tristes. Las mejores que había escrito nunca.

Entonces un tipo se apoyó en su mesa, con los brazos cruzados, mirando hacia otro lado, pero que claramente venía a verlo a él. Apartó la mirada de la pantalla y se giró hacia el tipo, como si lo conociera.

-Ayer soñé que me moría –le dijo al tipo.

Pero no contestó. Se dio cuenta de que su cara sí estaba definida. Y de que no lo conocía. Apagó la pantalla, avergonzado por si veía lo que estaba escribiendo. Era muy alto, muy delgado. Llevaba un traje de un negro muy intenso, que incluso brillaba de una manera extraña en aquel entorno desdibujado. Su corbata también era negra, y su camisa de un blanco mortecino. Le llamó la atención un anillo gris desdibujado que llevaba en el pulgar. No pudo apartar la mirada de él.

El tipo se volvió, muy despacio, y lo miró a los ojos.

-Lamento tener que ser yo quien te dé la noticia –dijo, con una voz muy grave, y algo rasposa.

Supo a qué se refería. Toda la angustia del sueño de la noche anterior volvió a aparecer salvajemente. Se mareó. El tipo no decía nada más, aunque seguía mirándolo fijamente.

-¿Y entonces esto? -se atrevió a preguntar, señalando alrededor.

El tipo no apartó la mirada.

-Un sueño, claro.

El tipo le puso una mano en el hombro. Sintió que se le clavaban los huesos.

-Lo siento mucho –dijo tras un rato. Pero su expresión no transmitía ninguna emoción.

Se quitó de encima la mano del tipo con miedo y se levantó de su silla. La angustia le había dejado sin fuerzas. Volvió al pasillo, caminando con lo que a él le parecían pasos diminutos, sin conseguir avanzar apenas. Pasó una puerta tras otra, durante una eternidad, ansioso, buscándola dentro de cada una, hasta que por fin la encontró. Estaba tumbada en un sofá. Parecía dormida, pero posiblemente no lo estuviera. Quizás ni fuera real. Quizás nadie allí lo fuera. Se acercó muy despacio y se tumbó a su lado. Miró por un instante sus labios. Sintió su piel.

Pensó que era cierto, que no le quedaba tiempo. Suspiró y apoyó la cabeza en el sofá, junto a la de ella, preguntándose si aún estaría lo suficientemente vivo como para notar su respiración. En cualquier momento él mismo ya no respiraría. O quizás ya no respirara.

jueves, 16 de julio de 2009

Desconfiar. Un poema.

Desconfío de la belleza
de una cara hermosa,
de un cuerpo que se acerca,
de unos ojos que me miran
y de unos labios que no dicen.

Desconfio de mi imaginación,
que me dice que me enamore,
de mi mente,
que la persigue,
y de mis ojos,
que la buscan.

Desconfío de lo que no sé
si existe de verdad
o sólo existe
para clavarme puñales
muy dentro.

Desconfío de la inocencia
del que aún no sabe,
porque algún día cambiará.
Desconfío de un niño,
de un principiante,
de un recién llegado.
Desconfío de mí
cuando era yo.

Desconfío de las intenciones
de cualquiera,
del que no confía en mí,
del que me miente,
de un desconocido
de alguien a quien conozco,
pero no lo suficiente.

Desconfío de mi vocación,
que es esquiva,
que muta,
que siempre me promete ser ella.

Desconfío de mi futuro,
que parece no existir,
porque nunca se manifiesta
aunque siempre esté aquí,
y cada vez más cerca.
Desconfío de no buscarlo.

Desconfío de mí mismo,
de mis pensamientos,
de mis palabras sin meditar,
de mis palabras meditadas,
de mi falta de movimiento,
de mis movimientos nerviosos,
de mi tonta confianza.

Desconfío de estas palabras,
porque no son un poema,
sino palabras
que pretenden curar,
y que no curan sino agravan.

Desconfío de tener miedo,
porque tener miedo es desconfiar,
y desconfiar es no tener.

lunes, 6 de julio de 2009

Tenebrae. (una escena)

La espada brillaba con luz negra. El aire zumbaba a su alrededor. El caballero la miró con desprecio.

-Es la espada que mató a mi padre.

Pero no la soltó. Los ojos del hechicero brillaban con un resplandor rojo mientras lo observaba.

-La vas a usar, ¿verdad?

Sir Reymor no contestó. Su atención estaba concentrada en su filo. Recorrió las muescas y las palabras en latín que tenía grabadas. Incluso le pareció encontrar un resto de sangre seca. Lo rascó con una uña, pero no desapareció.

-No te la vas a quedar porque con ella puedas tener una posibilidad contra el engendro que sirve a Ardenach –siguió Erthenius-. Te la vas a quedar porque te gusta su poder.

Reymor la levantó y la puso frente al sol. Vio cómo la hoja emanaba oscuridad y tapaba toda la luz. Alrededor de los dos surgieron tinieblas. El hechicero apretó los dientes. Sentía el frío del infierno helarle la piel.

-Sí –dijo Reymor al cabo de un rato-. Seguramente sea por eso. Sería una pena destruirla.

La envainó, y el sol volvió a brillar. El hechicero sonrió.

-Entonces ya estamos preparados.