martes, 18 de agosto de 2009

Niebla densa que señala el camino. (relato)

Demasiado oscuro como para ver algo. Demasiado como para pensar siquiera. La niebla ocupa todo. Es fría, húmeda. Me cala los huesos, y no sirve de nada que me apriete más el abrigo. Todo es oscuro, incluso este abrigo, y toda mi ropa. Sólo parece brillar mi cara, tan pálida como la niebla que me rodea. Me pego a la pared de este callejón, mientras delante de mí intuyo las figuras que pasan, sin verme ni sentirme siquiera. Caminan sin detenerse, lentas pero sin cambiar de dirección. De vez en cuando veo algún vestido blanco de mujer. O ropas negras de hombre. Pero no hay otros colores.


La misma niebla amortigua las pisadas. Parecen infinitas. Pasan continuamente, siempre en la misma dirección, y yo me siento mareado. No los distingo, pero sé que caminan adormecidos, sin voluntad ni conciencia. No dudan, ni temen. Aunque ese camino lleve adonde sé que lleva.


La sombra aparece de nuevo a mi lado.


“En algún momento vas a tener que salir y caminar tú también”, dice. Me tortura.


“Sabes que yo no elegí este final”, le digo.


Pero es absurdo quejarme. “¿Acaso importa?”, me contesta. Y se ríe de mí. Es una risa demasiado macabra.


Las pisadas siguen sonando como un río. En realidad se podría decir que es un río. Lleva hacia ese final adonde nadie desea realmente ir. Te arrastra aunque no quieras.


No puedo evitar mirar por un momento a la calle, y entre la niebla me parece ver una cara demasiado conocida. Una cara que nunca hubiera querido ver aquí. Me fallan las pocas fuerzas que me quedan y me dejo caer al suelo. Busco a la sombra, desesperado.


“¿Por qué te tienes que llevar a más personas?”, le digo. Pero en realidad estoy gritando, aunque mi voz no se oiga más allá de este callejón, en mitad de la oscuridad y la niebla y la terrible humedad que se cuela hasta lo más profundo del alma. “¿No tenías bastante conmigo?”.


Por un momento no oigo nada, aparte de ese río de pisadas que continúa, y entre ellas las de la figura que he visto. Después, cuando pienso que ha transcurrido toda la eternidad de la muerte, escucho de nuevo la voz susurrante de la sombra.


“¿Quién dice que yo elijo? ¿Quién dice que soy yo quien marca el final de alguien?”.


Al oírlo, pienso que incluso haya algo de sentimiento en esas palabras. Pero posiblemente sea mi propio delirio, el efecto del frío de la muerte que me envuelve. Miro hacia la sombra. Veo su figura. Sólo ligeramente humana, aunque demasiado alargada y encorvada hacia delante, toda ella un manto oscuro sin definir claramente. Fluye como humo oscuro, desdibujado por la niebla.


“No hay opción entonces”, digo, resignado.


Me pongo de pie. Me tiemblan las piernas. Apenas tengo fuerzas para moverme, pero sé que en cuanto salga a la calle, caminaré sin esfuerzo, sin detenerme, junto a todos los demás, hasta llegar al final del camino. Me asomo a la calle, dándome un último instante antes de entrar mientras miro hacia el fondo, tratando de volver a distinguir aquella figura. Pero no la veo.


“Piensa que al menos podrás estar con esa persona”, me dice la sombra. Y esta vez estoy convencido de que hay compasión en su voz.


“No hace falta que me mientas”, le digo, y sonrío amargado. “Si no hay vida, no hay nada más”.


Doy un paso, y el camino me absorbe.


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