La espada brillaba con luz negra. El aire zumbaba a su alrededor. El caballero la miró con desprecio.
-Es la espada que mató a mi padre.
Pero no la soltó. Los ojos del hechicero brillaban con un resplandor rojo mientras lo observaba.
-La vas a usar, ¿verdad?
Sir Reymor no contestó. Su atención estaba concentrada en su filo. Recorrió las muescas y las palabras en latín que tenía grabadas. Incluso le pareció encontrar un resto de sangre seca. Lo rascó con una uña, pero no desapareció.
-No te la vas a quedar porque con ella puedas tener una posibilidad contra el engendro que sirve a Ardenach –siguió Erthenius-. Te la vas a quedar porque te gusta su poder.
Reymor la levantó y la puso frente al sol. Vio cómo la hoja emanaba oscuridad y tapaba toda la luz. Alrededor de los dos surgieron tinieblas. El hechicero apretó los dientes. Sentía el frío del infierno helarle la piel.
-Sí –dijo Reymor al cabo de un rato-. Seguramente sea por eso. Sería una pena destruirla.
La envainó, y el sol volvió a brillar. El hechicero sonrió.
-Entonces ya estamos preparados.
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